Un día después de que Amy Winehouse fue hallada muerta en su departamento en Candem, desperté tarde. Aún no había escuchado su música de nuevo. Aún no había tenido oportunidad de sentirme con la melancolía por su muerte. Si, como muchos, esperaba su tercer disco. Anhelaba que retornara a endulzarnos la vida con sus maullidos de gata en celo. Ese día, domingo, salí a andar en bicicleta y me atrapó la lluvia. Llegué a casa empapado. Tomé una ducha con agua caliente y unos tragos de tequila. Puse su disco Frank, que es el que más me gusta, por que es el menos reconocible, pues me gusta su imagen de diva borracha en la portada, la que deja sus zapatillas en cualquier lugar para continuar la fiesta descalza, fumando más, bebiendo más, comiéndose la vida a puños.
Ese día ya había más artículos sobre Amy Winhouse en los medios digitales. Más tweets, más posts en las redes sociales, más descargas legales e ilegales y más vistas a sus videos en Youtube que antes que muriera. Imagino las fiestas de los adolescentes, veinteañeros y mayores que vendrán, donde nos emborracharemos y fumaremos y nos drogaremos mecidos con su voz, y que querríamos haberla acompañado junto a los jóvenes noruegos que, como cortejo, la acompañan en el mismo barco guiado por Caronte en el camino hacia el Hades. Amy Winehouse es la versión contemporánea de Orfeo en los infiernos. Ella canta e ilumina con su voz esos territorios.
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