sábado, febrero 16, 2008

Cuento del bioterror-1


Cuenta la historia que el hombre vivía aislado desde hacía años. De casa al trabajo, del trabajo a la casa, eventualmente en el cine y mucho, pero mucho internet en el departamento que habitaba en la Colonia Roma. Se le veía poco en la calle del barrio, sólo para hacer las compras en el supermercado de la cuadra sin saludar a las cajeras, quienes sólo se miraban una a la otra cuando llegaba el turno de cobrarle, a ése " que parece robot", decían.

Nadie sabía de las visitas que recibía, pues en el ediicio se aojaban 14 departamentos, la mayoría habitados por personas solas, la mayoría habitados por homosexuales de mediana edad como él, la mayoría de ellos hombres grises entre semana y de cierto brillo las noches de los sábados, todos excepto él. Y las visitas de todos ellos se confundían al entrar y al salir, al subir y bajar de las escaleras y es probable que entre los mismos visitantes se conocieran de reojo, que un visitante conociera más de un departamento del edificio, que más de uno los conociera a todos. Ligues de internet en una colonia que es una ciudad dentro de la megalópolis.

Nuestro hombre era amante de la naturaleza, declaraba en el perfil de una red social gay de internet. Aficionado al sexo intenso, abierto a las drogas (mota, a veces coca) y sin prejuicio a los poppers y al uso eventual del viagra, declaraba. Usuario de juguetes mas no de ropa de cuero. Mediana edad, 32, mediana estatura; mando medio en su empleo, empresa de mediano tamaño, clase media homosexual de la Ciudad de México. En la foto del perfil aparecía vestido con ropa de explorador sobre unas rocas del desierto.

Nuestro hombre del relato no era hombre de alguno, sino de muchos. Citas casi a diario, salidas a los baños públicos en fin de semana, mucho incienso se desprendía de la ventana de su recámara, olor que se mezclaba con el del patchoulí, jazmín, lavanda, ámbar que se desprendía de las salas y recámaras de los otros homosexuales del edificio de departamentos de paredes lo suficientemente gruesas para apagar los sonidos que se producían en los encuentros. Alguna vez cada 3 meses nuestro hombre tomaba su auto y enfilaba fuera de la ciudad, hacia el bosque o la llanura. Se hospedaba en hoteles baratos, acompañado de algún mancebo más joven a quien pagaba los gastos del paseo y volvía, tostado por el sol, empolvado, después del mediodía del domingo sin que nadie hubiera llamado a su casa ni perro alguno le hubiera extrañado. Venía el lunes y se enfundaba en sus trajes oscuros y así le transcurría la vida, de casa al trabajo, de hombre en hombre, de sueño en sueño mientras la música se acumulaba en el disco duro de la laptop que dormía junto a él. Laptop que desprendía canciones para el sexo, para las noches de insomnio o para las siestas del fin de semana. Música selecta de su tiempo: trip hop, electrónica, downtempo. Mas en el fondo de su iTunes había un playlist reservado a quien consideraba la autora de los soundtracks más influyentes en su vida: Bjork.






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